El presente libro es un testimonio, pues no reúne los
requisitos de una crónica, de una sobreviviente de los campos de concentración
Nazi de Auschwitz y Birkenau. Nombres de no grata memoria pues resumen quizás,
el punto más bajo de la crueldad y el fanatismo humano. Si la realidad se
impone sobre la fantasía, resulta estrujante la profunda oscuridad que puede
esconder el alma humana. La doctora Olga Lengyel escribe sus experiencias en
los nombrados campos de exterminio desde su llegada, hasta la liberación. Sus
detalladas descripciones comprenden en su totalidad el libro. Su intención es
compartir su experiencia para que el futuro, no nos tomé por sorpresa.
RESUMEN POR CAPITULOS
8 caballos o 96 hombres, mujeres y niños.
A principios de 1944, dos terceras partes de Europa,
pertenecían al Tercer Reich. Es decir, al imperio que según Hitler, está
destinado a cumplir mil años. La acción sucede en la ciudad de Klausenburg o
Clud como comúnmente se conocía a la antigua capital de Transilvania. En ella
un matrimonio de doctores: Miclos y Olga Lengyel contaban con su propio
hospital, producto del esfuerzo el trabajo y la dedicación del esposo. Su
familia constaba de dos hijos: Thomás y Arved, los padres de la autora y su
padrino. El peligro de una ciudad en medio de la guerra se respiraba en el
ambiente, pero el gobierno local simpatizaba con el régimen Nazi y colaboraba
con ellos. Todos pensaban que las narraciones de un oficial Nazi que los trató
antes de su arresto, eran meras exageraciones, producto de una mente
alcoholizada con el fin de crear miedo en la población. Algo se escucha de los
campos de concentración. Imposible creer que tal crueldad sea posible. Se sabe
que parte de la ideología del Partido Nacional Socialista de los Trabajadores
Alemanes se fundamenta en la creencia de una raza superior. Los alemanes son
Arios, descendientes de una raza caucásica, cuyo privilegio residía en no
haberse mezclado jamás con cualquier otra. Ésta raza es superior a todas las
demás. Ésta raza es la destinada a dominar al mundo. Lo anterior, fue
ciegamente creído por millares de soldados y civiles y había desembocado en la
segunda guerra mundial.
Un despido masivo de judíos sucede, la confiscación de
sus bienes se realiza y en cuestión de segundos quedan reducidos a la pobreza.
El gobierno Húngaro pronazi, facilitaba la acción de la policía secreta,
conocida como la Gestapo, y las fuerzas de los SS. Los saqueos a los negocios
por los mismos soldados, eran normales así como los fusilamientos en masa de
los bosques. Los cuerpos eran arrojados al río. Durante una larga temporada,
las señoras que compraban pescado en el mercado, se asombraban de descubrir
restos humanos en el estomago del pescado cuando lo limpiaban.
Dentro de las entrañas del Partido Nazi, ya se había
decidido que hacer con los negros, gitanos, árabes, latinos y toda aquella raza
que no sea Aria: la exterminación. Los judíos, más de once millones que vivían
en la Alemania Nazi, serían el primer blanco. Se nombra a Adolf Eichmann,
oficial SS, como encargado de realizar “La solución final”.
El doctor Lengyel fue traicionado por un medico a su
servicio, quién había visto su nombre en la lista de sospechosos del régimen.
Denunció al doctor y extorsiona a su esposa para que firme unos documentos
dónde se especifica que les vendió el hospital y su casa. Olga Lengyel ante el
miedo de perder a su marido los firma. La huida es la única solución pues la
guerra ha llegado al pueblo, y las deportaciones comienzan a vaciar la
comunidad. Miclos será deportado a Alemania, Olga trata en vano de salvarlo, sabe
que pude reunirse con él, pero no sabe que hacer con sus padres e hijos. Un
oficial alemán le dice que pude llevarlos a todos si quiere y que está por
salir un tren rumbo a la misma dirección. Olga, Miclos, sus hijos y abuelos
llegaron a la estación de ferrocarriles y en vagones aptos para ocho caballos,
se amontonaban a 96 personas por vagón. Partieron con rumbo desconocido y
viajaron durante tres días. Si querían comer o algo de beber tenían que ceder
sus prendas a los oficiales alemanes. Tres personas murieron adentro del vagón
pero a ningún oficial le importó las súplicas de los pasajeros. Las puertas se
abrieron hasta que se llegó al destino.
Capítulo II La llegada.
El tren se detuvo pero hasta la siguiente noche fueron
sacados. Los médicos fueron separados así como los hombres de un lado y las
mujeres del otro. Unas ambulancias llegaban supuestamente para llevarse a los
enfermos. Las familias son separadas. Cada tren descargaba de cuatro a cinco
mil pasajeros, todos eran custodiados por guardias de la SS y los dividían.
Niños y viejos a la izquierda. Olga sospecha que los mayores serán mandados a
trabajos forzados y miente al decir que su hijo mayor tiene menos de doce años.
De modo que toda su familia, salvo ella y su esposo pasaron a engrosar las
filas izquierdas. Una brisa fresca
recordaba el olor de la carne quemada. Todo estaba rodeado por alambres
electrificados de púas. El matrimonio Lengyel es separado. Las mujeres fueron
obligadas a desnudarse y metidas a un hangar. Olga pudo pasar de contrabando
unas píldoras con veneno por si necesitaba de ese último recurso pero recuerda
“mi vergüenza estaba superada por mi miedo”. Las examinaron delante de soldados
borrachos y posteriormente las raparon. Cualquier intento de desobediencia era
contestado con golpes a los genitales o la cabeza. Olga se encontraba en el
campo de concentración de Birkenau, a ocho kilómetros de otro conocido como
Auschwitz. Un edificio de rojo ladrillo que guardaba el extraño olor dulzón
llamó la atención de Olga; se le dijo que era unapanadería.
Capítulo III La barraca 26.
Pronto todo se descubrió. Birkenau era la última
parada de los demás campos de concentración que sólo eran de trabajos forzosos.
Birkenau era un campo de exterminio donde las cámaras de gas y los hornos crematorios,
simplemente, no dejaban de funcionar. La barraca 26 era una especie de establo
donde se encontraban unos camastros y dormían de 16 a 20 personas. Las barracas
recorrían todo el campo y eran alumbradas por las noches con fuertes
reflectores.
Capítulo IV
Las primeras impresiones.
Dos días después, les dieron su primera comida, una
bebida nauseabunda que burlonamente denominaban café y a mediodía, una sopa de
olor repugnante, y por la tarde, un trozo de pan negro. Las custodias las
golpeaban a la menor provocación. Irka, una polaca que llevaba cuatro años
viviendo en Birkenau le habla a Olga de los hornos. Olga descubrió que había
mandado a toda su familia a la cámara de gas. Incluido a su hijo quien no había
sido seleccionado. Olga se desmoraliza e intenta localizar a su esposo pues, en
su calidad de doctor, pudiera vivir en algún lado. Cuando lo encontró, ambos se
asombraron del rápido cambio que tenían. Sus esqueléticas figuras rapadas se
encontraron frente a frente. Miclos le pide veneno y luego se arrepiente. Son
descubiertos por soldados alemanes y separados con extrema brutalidad. Al día
siguiente, los hombres fueron removidos del campo.
Capítulo V
La llamada a lista y las selecciones.
Todos los días había dos llamados a lista; una al
amanecer y otra a las tres de la tarde aunque era común dejarlas esperar horas
bajo el sol, inclusive de rodillas. Había mil cuatrocientas mujeres en esa
zona, treinta y cinco mil en todo el campo y un total de doscientos mil en toda
el área comprendida Birkenau-Auschwitz. Todas tenían, estén dónde estén y sin
importar el estado de salud, que estar presentes a la hora del llamado. Si
llegase a faltar alguna, sin importar que estuviera muerta, había graves
consecuencias para todas. Las selecciones eran hechas por el doctor Mengerle,
el doctor Klein, Irma Griese y otros altos oficiales Nazis. La selección era
para la cámara de gas y algunas veces para industrias. Se retiraban de veinte a
cuarenta personas por barraca. En promedio se enviaban a la muerte de quinientas
a seiscientas personas por selección.
Capítulo VI
El campamento.
El campamento contaba con una avenida principal de
quinientos metros de largo, era flanqueada por diecisiete barracas por cada
lado. Las barracas eran retretes o lavabos, alguna se destinaba a guardar los
alimentos, otra administraba y alojaban a las reclusas. Había una jefa por cada
sección: Blocovasmismas que gozaban de privilegios como alimentos, ropa, y de
escoger esclavas entre las reclusas. Las mujeres peleaban entre sí, pues el hurto
era la única manera de supervivencia. Se robaba la ropa por muy deshilachada
que estuviera. Se robaba la mísera comida o cualquier cosa que pudiera servir
para el mercado negro.
Capítulo VII
Una proposición en Auschwitz
Olga conoció a un joven polaco que sonreía a pesar del
descarnado espectáculo que a diario tenía que presenciar. Llevaba cuatro años
en campos de concentración y según recuerda la autora, “era la única voz que
tenía sonidos humanos”. Inician una amistad. Tadek invita un día a Olga a salir
de la barraca y la lleva a un apartado donde otros reclusos –había muy pocos
hombres- cocinaban una papa. Para Olga aquello era inconcebible pues ningún
alimento que se precie de serlo, era destinado a los reclusos. Tadek mostró
pronto sus intenciones al querer seducir a Olga quien pronto se desilusionó del
único amigo que tenía. Tadek no se disculpa, habla con Olga y le dice que la
vida en un campo de concentración es horrible y todos tenían que procurarse
pequeños placeres. Por medio de sus contactos, Tadek intercambiaba comida por
sexo. Olga llevaba días sin probar bocado y va a un apartado donde había
escuchado que los hombres se reunían y que existía la posibilidad de que alguno
compartiera un mendrugo de pan. Sin embargo, encontró a hombres y mujeres
apretados en la pequeña estancia donde el mercado negro de favores sexuales por
algún pedazo de mantequilla eran las reglas del juego. Una anciano que remojaba
su pan se encontró con un pedazo de patata que, por carecer de dientes no podía
tragar, se lo ofreció a Olga y cuando aquella se proponía comer su precioso
bocado, le fue arrebatado por otra mujer. De nada sirvió el reclamo. La ley del
más fuerte se imponía.
Capítulo VIII
Soy condenada a muerte.
Luego de unas semanas, Olga Lengyel era un esqueleto
viviente, víctima de calenturas y ataques de tos. Cierto día, fue seleccionada
junto con otras a la cámara de gas. Olga se asombró pues muchas mujeres
ignoraban o no querían saber de la existencia de las cámaras y hornos. Se
encontró en el dilema de hacerlas reaccionar o dejarlas en sus fantasías. Magda
una de sus amigas, era una de ellas. Olga le dice que tienen que huir. Magda se
resiste a creer. En un descuido de los guardias, Olga escapó y llegó a otra
barraca, se cambia de indumentaria y regresó a su barraca. La blocova de su
zona reconocio a Olga y le pidió sus botas a cambio de no decir nada. Olga
aceptó.
Capítulo IX
La enfermería.
Un día se anuncia la intención de poner una enfermería
en la barraca quince. Una semana después se instaló un hospital. Olga es
nombrada parte del personal y se muda a la enfermería donde mejora
relativamente su estancia. Diariamente se levantaba a las cuatro de la
madrugada y daba consulta hasta entrada la noche. Al día llegaba a recibir más
de mil quinientas enfermas. Y aunque en el hospital de la barraca había en
promedio de cuatrocientas a quinientas pacientes, escaseaba la medicina y el
agua por lo que todo, inclusive las operaciones, se realizaban en degradantes
condiciones. Era tal la suciedad, que la autora confiesa haber seriamente
dudado de sus teorías sobre la esterilización de los instrumentos. El total de
internadas en todo Birkenau ascendía a treinta mil, y sólo cinco mujeres las
atendían.
Las cinco mujeres que atendían la enfermería carecían
de uniforme y atendían con los andrajos de siempre. La situación mejoró en
cuestión del dormitorio pues les asignaron el viejo urinario de la barraca
doce. En seis camastros donde se acomodaban y dormían apretadas.
Capítulo X
Un nuevo motivo para vivir.
Aunque el campo era básicamente de mujeres, había
algunos internos hombres. Un francés, denominado por la autora como L, llegó a
convertirse en un visitante asiduo a la enfermería. Además de su presencia
simpática y graciosa, L traía noticias sobre el frente de guerra. Las noticias
levantaban el espíritu a las reclusas pues no tenían acceso a ninguna
información. Olga cae en una profunda depresión, L la llama y la alienta a
seguir adelante. Le habla de su trabajo y del sufrimiento que llega a quitar.
Olga le pregunta qué tiene que hacer. L le dice que debe de divulgar la
situación externa, mantener la fe y la esperanza en las reclusas y por el cargo
que desempeña, queda perfecta como oficina de correos. Se le entregarían cartas
y paquetes, jamás sabría el nombre de ninguna persona que lo manda o recibe, ni
tampoco sabrán el suyo por razones estrictas de seguridad, si la descubren será
mandada inmediatamente a la cámara de gas y de ahí al crematorio. Olga sabía
que el mundo se tenía que enterar de los horrores Nazis. Olga aceptó y formó
parte de la Resistencia. De ésta manera, Olga supo a detalle, todo lo que
ocurría en Birkenau y Auschwitz.
Anteriormente los seleccionados eran fusilados, en
1941 se instalaron cuatro crematorios. judíos y cristianos eran enviados por
igual al crematorio. Fue a partir de 1943 cuando se reservó “la solución final”
exclusivamente al europeo que practicara la religión judía y a los gitanos. Dos
crematorios eran enormes y consumían una cantidad extraordinaria de cadáveres
en poco tiempo. Cada unidad consistía en un horno, un vestíbulo, y una cámara
de gas. Todas constaban con una chimenea, que era alimentada con nueve
hogueras. Los cuatro hornos de Birkenau eran calentados por treinta fogatas en
total se podían reducir 360 cadáveres a cenizas cada medía hora, y 17, 280
cadáveres cada 24 horas. Además, la
autora nombra la existencia de las “fosas de la muerte” donde perecía un
promedio de ocho mil personas. Al día 24 mil cadáveres eran reducidos al polvo.
Diariamente, llegaban a Birkenau dos o tres trenes,
cada uno con treinta o cincuenta vagones repletos de judíos, enemigos
políticos, criminales, prisioneros de guerra y civiles. Todos llegaban con
falsas promesas y siempre era el mismo rito: izquierda cámara de gas y derecha,
detención temporal en Auschwitz. El procedimiento era sencillo: los deportados
llegaban con falsas promesas, había pocos soldados, si la familia quería estar
reunida se les permitía, de fondo se escuchaba algún conjunto de jazz, se les
informa que serán bañados para desinfectarse, se amontona la mayor cantidad de
personas posibles en unos cuartos enormes que simulan baños públicos. Se cierra
la puerta y cuando la temperatura humana había subido, un soldado alemán dejaba
caer una pastilla de gas a base de cianuro. La asfixia es inmediata. Cuando se
abrían las puertas, se encontraban los cuerpos amontonados unos sobre otros,
los moribundos eran levantados con brusquedad y arrojados entre los cadáveres
para ser llevados a los hornos crematorios, no sin antes, extraerles dientes de
oro, pertenencias y cortarles el pelo. Por supuesto que ningún alemán realizaba
estás tareas, todo lo realizaban los mismos presos que solamente estaban
esperando su acceso, tarde que temprano, a la muerte.
Capítulo XI
Canadá.
Canadá era el nombre con que se conocía al edificio
que resguardaba los objetos de valor que habían sido confiscados por los
custodios. Trabajaban 1200 hombres y 2000 mujeres. Adentro, se encontraba desde
juguetes hasta botellas de vino, trabajar o tener algún contacto en el Canadá
constituía un verdadero privilegio, pues un mercado negro se desarrollaba en su
interior. Un kilo de mantequilla por 500 marcos, un kilo de carne por 1,000
marcos, un cigarro, 7 marcos.
Capítulo XII
El depósito de cadáveres.
Olga trabajaba de enfermera, pero eso no le perdonaba
trabajar, como todas, en el transporte de cadáveres. Básicamente, el trabajo
consistía en trasladar los cuerpos de la enfermería al depósito de cadáveres. A
menudo, cuenta la autora, sus pacientes eran su propia carga en cuestión de
días.
No pasó mucho tiempo sin que Olga notara graves
trastornos en su menstruación; y no tardaría en descubrir, que se realizaban
experimentos en las mujeres pues, sustancias desconocidas eran agregadas al
alimento.
Capítulo XIII
El “Ángel de la Muerte” contra el “Gran
Seleccionador”.
El doctor Fritz Klein, quién había seleccionado a Olga
Lengyel como enfermera, era un alto oficial que se encargaba, junto con Irma
Griese y otros oficiales de las selecciones a las cámaras de la muerte. Eran
los días lunes, miércoles y sábados. Irma Griese tenía 22 años y es, según la
autora, una mujer de extrema belleza que gustaba de caminar frente a las reclusas
moviendo sus caderas y presumiendo sus perfumes. Su crueldad era palpable pues
azotaba con su látigo indiscriminadamente. Por su parte, el doctor Klein
llegaba a tener pruebas, sino de bondad, por lo menos de humanidad pues había
“deseleccionado” a varias reclusas que sólo esperaban el momento para partir a
la cámara de gas. En alguna ocasión, la autora cuenta como, luego de sus
suplicas, el doctor Klein había salvado la vida de treinta mujeres. Olga
Lengyel fue castigada por Irma Griese sin embargo, apareció el doctor Klein y
la mandó llamar. Olga rompió filas y se acercó al doctor quien le extendió un
paquete de medicinas. Irma Griese, quien era la jefa de campo protestó y
enfrentó al doctor. Klein no se dejó intimidar pues era el jefe de sanidad del
campo. Ambos discutieron por Olga. Cuando la autora llegó a su barraca, fue
llamada por el “ángel de la muerte” quien la golpeó repetidas veces.
Capítulo XIV
Organización.
Organizar era sinónimo de robar; robar a los alemanes
para la supervivencia de la gente. L consiguió cinco cucharas y una se la
regaló a Olga quién, como todas, comía con las manos. Desgraciadamente, su
cuchara no tardó en ser organizada por una antigua millonaria, según
descubriría después.
Capítulo XV
Nacimientos malditos.
Los partos, representaban el problema más agudo de la
enfermería. Independientemente de la extrema insalubridad, tenían la seguridad
de que si la madre y el bebé nacían vivos, serían mandados de inmediato a la
cámara de gas. Sólo los bebes que nacían muertos garantizaban unos meses más a
la madre. Olga Lengyel y las otras enfermeras decidieron sacrificar recién
nacidos para salvar a las madres. Los Nazis evitaban a toda costa la
descendencia. Mujer que notaban embarazada era muerta de inmediato, aún así, algunas
lograban mantener su embarazo hasta el parto, pero su bebé, de antemano, estaba
condenado a morir en Birkenau.
Capítulo XVI
Algunos detalles de la vida detrás de las alambradas.
A finales de noviembre de 1944, la vigilancia había
disminuido a tal grado, que una relativa facilidad para que hombres y mujeres
conversaran a través de los vallados sucediera. Muchos romances se dieron a
distancia. Muchos dejaron su vida en la valla electrificada al no volver a ver
a su pareja.
Olga fue tatuada con el número 25, 413. Un sin fin de
signos se escondían bajo los tatuajes. Se marcaba la nacionalidad, el crimen,
la religión, su carácter de condenado a muerte etc.
La práctica de cualquier religión estaba prohibida en
los campos, los religiosos eran los más humillados por los soldados. Los
clérigos eran forzados a los trabajos más arduos y las monjas, tenían que
presenciar sacrilegios antes de ser violadas por la tropa completa. La autora
recuerda a una religiosa que se mantuvo y contestó “No hay nación que pueda existir
sin Dios”.
Capítulo XVII
Los métodos y su insensatez.
Las torturas infringidas pasaban de la crueldad
absoluta a lo descabellado. Las prisioneras podían ser obligadas a cargar
piedras de un lado a otro o limpiar los pozos usados como letrinas. El olor que
quedaba impregnado era inamovible.
Los cambios de residencia eran comunes, los piojos
también. Todas soñaban con escapar pero era imposible. Las custodias recibían premios por reas
cazadas, la alambrada de púas estaba electrificada, había perros entrenados, y
la sirena sonaba permanentemente. Tadek, el polaco que alguna vez intentó
seducir a Olga, intento en vano fugarse. Su castigo fue, por supuesto, su vida.
Capítulo XVIII
Nuestras vidas privadas.
6 meses vivió Olga con 5 personas, posteriormente el
personal aumentó a 12 pues las epidemias se multiplicaban. Sus amistades son
especialmente recordadas. La sarna enfermó a Olga quién continuaba recibiendo y
entregando paquetes para la resistencia.
Capítulo XIX
Las bestias de Auschwitz.
Joseph Kramer la “Bestia de Auschwitz” era el
comandante en jefe del campo. Famoso por matar una tarde a millares de
checoslovacos. La autora lo vio algunas veces, cuenta que en una ocasión, las
mandaron formar filas y les permitieron sentarse en el suelo. Kramer apareció
sonriente y agradable. Una orquesta empezó a tocar valses y unos aviones
pasaron a ras. Olga se dio cuenta que las estaban filmando para realizar un
falso documental. Por su parte, el doctor Mengerle, acostumbraba desnudar a las
presas y bajo sus caprichos las golpeaba sin piedad. También el “Ángel Rubio”
Irma Griese es recordada por su crueldad.
Sólo el doctor Joseph Klein tenía actos más humanos hacía las presas
llegando incluso a salvar una cuantas.
Fue en el proceso de Luneburg donde se enjuiciaron a
los jefes de los campos de concentración.
Capítulo XX
La resistencia.
Todo acto en el campo de concentración de Birkenau o
Auschwitz era de resistencia. Cuando las empleadas del Canadá desviaban los
productos con destino a Alemania, cuando las trabajadoras de cualquier índole
retrasaban su trabajo, cuando hacían sus pequeñas fiestas e incluso cuando
lograban reunir a familiares, eran considerados actos de resistencia con un
solo fin. Sobrevivir para contarle al mundo lo que les sucedió. La información
era divulgada gracias a L que incluso llegó a construir una radio. Las noticias
de las ofensivas de los aliados elevaban la moral de las custodias.
El 7 de octubre de 1944, un crematorio explotó. Un
esclavo de las cámaras logró introducir algunas bombas caseras. Sabía que a lo
mucho tenía tres meses de vida, pues su trabajo consistía en retirar los
cuerpos de la cámara de gas y sólo permanecían algunos meses desempeñando esa
labor. Decidió dedicar sus últimos días a destruir la cámara infernal. Algunos
reos aprovecharon la confusión y lograron fugarse. El grupo insurgente fue
atrapado y les dispararon en la nuca.
Capítulo XXI
París ha sido liberado.
Un internado francés que llegó un día a la enfermería,
llamó la atención de Olga pues en su cara se notaba una felicidad contenida. El
francés se acercó y le cuchicheó al oído que París había sido liberado. El
rumor corrió con rapidez en los baños y lavabos. La esperanza comenzó a emerger
entre todas las prisioneras.
Capítulo XXII
Experimentos científicos.
Los experimentos realizados por los altos jerarcas
Nazis, rayaban, como su ideología, en lo absurdo. Miles de conejillos de indias
fueron torturados para averiguar cosas del tipo: cuánto aguanta un cuerpo
humano a bajas, o altas temperaturas antes de morir, otros se sumergían a agua
salada, la castración era practicada de las maneras más inverosímiles, y se
experimentaba con sustancias para reducir el apetito sexual en las mujeres. En
cierta ocasión, llegó una medicina para los tuberculosos, se aplicó y la
mayoría falleció. Los pulmones fueron mandados a la compañía para su análisis.
Se hacían pruebas con hormonas y se ofrecían remedios contra el insomnio, la
mayoría de las veces, las pacientes morían por la cura. Un millar de muchachos
entre 13 y 16 años fueron esterilizados para satisfacer la curiosidad médica
Nazi. Se exponían a las mujeres a los rayos X y después se extirpaban sus
ovarios para analizar las lesiones.
Capítulo XXIII
Amor a la sombra del crematorio.
Era obvio que los alemanes pretendían acabar con todas
las razas indeseables mediante el exterminio directo y reduciendo al mínimo su
descendencia. Sin embargo el amor, retorcido en algunos casos, se daba hasta en
estos lugares. Las blocovas tenían sus amantes así como los oficiales Nazís.
Existía un burdel para los soldados, mismos que si veían a una mujer a su
llegada en tren, podían apartarla y llevarla a su propio burdel. Era raro que una
custodia tuviera amante y las que lo tenían gozaban de privilegios.
El avance de los rusos era eminente y para la última
época se respiraba un poco más de libertad. Las fiestas terminaban en orgías y
todo mundo se prestaba a la degradación.
También había perros entrenados para violar a las
reclusas para beneplácito de los soldados.
Capítulo XXIV
En el carro de la muerte.
Olga no perdió la esperanza de volver a ver a su
marido y luego de algunas pesquisas, dio con su paradero. Logró enviarle una
nota dónde le avisaba que iba en su encuentro. La manera fue viajar en el
“carro de la muerte”. Carro que transportaba a los locos que para la lógica
alemana, resultaban interesantes. Entre gritos, personas masturbándose y
parejas que simulaban la cópula, Olga viajo al encuentro de Miclos. Ambos se
vieron más espectrales que nunca. Se dieron ánimos y se despidieron
discretamente, pues Olga viajaba de incógnito. Fue la última vez que la autora
vio al doctor Miclos Lengyel. Tiempo después la zona fue desalojada. En el
camino, Miclos se detiene a ayudar a una persona desfalleciendo, fueron
acribillados por un soldado Nazi.
Capítulo XXV
En el umbral de lo desconocido.
El 17 de enero de 1945 hubo un desalojo en Birkenau.
Los documentos oficiales fueron destruidos y se ordenó el inmediato desalojo de
la población. La evacuación se inició a medía noche con dirección a Alemania.
Sin duda las tropas soviéticas se encontraban cerca de ahí. Olga Lengyel salió
de Birkenau con vida.
En el camino se encuentran muertos por doquier, nadie
se atreve a romper filas pues los soldados y sus perros mantienen la
vigilancia. Un estruendo lejano confirmaba la noticia. Los rusos estaban “a un
disparo de ahí”.
Capítulo XXVI
La libertad.
Las detonaciones se multiplicaban. Se apresura el
paso. Los cadáveres aumentaban. Nadie puede caer en manos de los rusos. Son las
órdenes de los soldados. Olga intuye que tiene que escapar. Pasó la noche y
logró escapar. Llegó a una iglesia y es alojada por un hombre y su familia. Las
patrullas alemanas continuaban su patrullaje. Olga se encontraba en Polonia y
fue de nuevo descubierta por los alemanes. Nuevamente logra escapar pues el
caos reinaba en el ambiente. La capitulación estaba cerca. Las velas de Stalin
alumbraban el cielo alemán. Esa noche, las tropas rusas tomaron Berlín.
Capítulo XXVII
Todavía tengo fe.
Olga Lengyel cierra con la reflexión sobre la crueldad
que se encierra en el hombre. Ante tantos horrores que presenció, llegó a dudar
de la parte benévola. Algunas personas que conoció durante su estadía, la
enseñaron a mantener la moral, la fe y la esperanza en alto. A todos ellos y a
las víctimas de los campos de concentración dedica sus memorias.
Critica
El antisemitismo de Hitler, es decir el odio a los
judíos, árabes o gitanos, fue hábilmente transmitido al pueblo alemán gracias a
la intervención de varios factores. La Alemania de posguerra se encontraba
sumida en una profunda crisis económica, moral, y social. Al término de la
primera guerra mundial, se condenó a Alemania y sus aliados, a un pago de deuda
externa, para algunos expertos, elevado. El Marco Alemán perdió casi en su
totalidad su valor. El desempleo se agudizó y la sensación de una traición histórica,
quedó pendiente en el inconsciente colectivo alemán. Adolfo Hitler, había sido
soldado raso en aquella guerra. Era uno de los tantos convencidos, por
ignorancia, de que todos los problemas se debían a los judíos. En toda Europa
se les veía con resentimiento y con el respeto a quién posee capital. Por toda
Europa circulaba el rumor, producto de un libro apócrifo, de que los judíos
planeaban dominar el mundo y muchos, intelectuales inclusive, lo creían. Hitler
no inventó el odio al pueblo judío. En cantinas simpatizó con varios
drogadictos, veteranos de la guerra, desempleados, jóvenes resentidos con todo
lo que no signifique alemán y poco a poco, se fue formando un grupo fiel a sus
creencias. Por esta época, Hitler descubrió su enorme e insospechada habilidad
para la oratoria. Arte de hablar con elocuencia, capacidad de convencer
mediante el único uso de la palabra. Repite una mentira mil veces y se
convertirá en realidad según reza un viejo refrán. El grupo alrededor de Hitler
fue pronto, un partido político. En 1921, Hitler asume el cargo del jefe del
Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes. Había que hacer algo
para llegar al poder y levantar la moral alemana. La ignorancia, sumado con la
desesperante necesidad de creer en alguien, llevó al pueblo alemán a creer que,
en efecto eran una raza superior y que Hitler era el político que levantará la
vieja Gloria Alemana. Hitler convenció con la palabra. Dijo lo se quería oír.
Las consecuencias del fanatismo se han visto a lo largo de la historia. El
siglo XX fue sin duda el siglo de la destrucción y el odio. Nada nos dice que
las cosas cambiarán, pero el estudio del pasado, reciente o lejano, podría ser
la mejor herramienta del presente.
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